A no escandalizarse

por Carolina Fernández

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A no escandalizarse. Los hechos de los últimos 15 días podrían mover a ello. La espectacular promoción de una “investigación periodística” sobre un supuesto caso de corrupción dejó expuesta la dimensión de una maquinaria mediática dominada por intereses opositores primariamente corporativos y solo secundariamente partidarios en la dinámica de la política nacional, cuyo eje reciente han sido el cacerolazo y manifestación callejera opositores al gobierno nacional. El fracaso igualmente espectacular y casi inmediato de aquella operación mediática, debido al arrepentimiento de los arrepentidos, mostró cómo esa maquinaria de espectacularización, escenificación y montaje de la realidad franquea los límites entre grupos empresariales, entre política y farándula y, por supuesto, entre realidad y ficción, y aspira a erigirse en un sujeto autogobernado, con capacidad para intervenir en la política nacional de un modo más efectivo que cualquier político, partido, corporación o colectivo social.

 

.El pueblo se pronuncia Tamborini

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En otro registro, puede resultar vergonzoso que la dirigente política probablemente más desprestigiada y desquiciada de la última década siga logrando aparecer como la guía y numen de las acciones opositoras y encolumnar tras de sí a buena parte de la oposición partidaria. Nuevamente, las operaciones de espectacularización de la política y el debate público llegan a causar una sensación de tragicómica amargura, cuando una acusación pública de esa misma dirigente hacia la Corte Suprema de Justicia por un supuesto pacto con el PEN para aprobar la reforma judicial han motivado en horas recientes la reacción de dicho poder del Estado con toda la fuerza de un documento público unánime, lo cual significa el quiebre inédito del bloque ideológico-corporativo del que participa la diputada y varios miembros de ese poder –incluido, conspicuamente, su presidente.

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El fenómeno de los dos últimos cacerolazos es, sin duda, complejo y ha sido analizado de un modo múltiple y rico que no pretendemos superar aquí. Es evidente que, en buena medida, ha respondido a una exacerbación mediática de proporciones casi inéditas. Se ha señalado su componente económico y clasista, y se ha recordado que el origen de la práctica cacerolera se remonta a las protestas de las señoras acomodadas de Santiago de Chile contra el gobierno de Salvado119r Allende, en la preparación del movimiento golpista que culminó con Augusto Pinochet en el poder. Sin embargo, en algún punto parece que los reclamos, el discurso y la emotividad de la marcha irradiaran a sectores no acomodados, produciendo ese conocido efecto por el cual los sectores sociales medios resultan catalizadores, marcadores de tendencia y directrices sociales, más allá de su representatividad social y económica efectiva del conjunto de la sociedad. Pero también se puede reconocer que, desde el punto de vista de su emotividad colectiva, la marcha y el cacerolazo han expresado un profundo y muy humano sentimiento: la impaciencia. Todo se trata, más allá de la espuria y abyecta manipulación a que la someten, de que una significativa parte de nuestra sociedad carece de capacidad para esperar. Esperar que los mecanismos institucionales pertinentes establezcan si efectivamente tiene fundamento ese lodo envolvente y viscoso con el que se acostumbra hoy en día a ensuciar verbalmente, casi sin mediación del pensamiento, a gobernantes y políticos. Esperar que los mecanismos institucionales para dirimir si, a su vez, los encargados de determinar esas responsabilidades están enlodados por el mismo lodo que deben limpiar; viciados de los mismos vicios que deben castigar. (En democracia y república, ya se sabe, no hay afuera: el rey y Dios –que alguna vez fueron lo mismo– han desaparecido de la escena y no contamos con un deus ex machina que pueda venir a restituirnos la confianza perdida en nosotros mismos).

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Esperar ese largo trayecto que comienza con la lenta Trincheray trabajosa construcción de herramientas de acción política y cívica serias y duraderas, asciende hasta la superficie visible del sistema electoral y logra la aprobación de la voluntad popular. Esperar ese fastidioso trance que comienza con la detección de los problemas más concretos de la vida en común, sigue con la discusión colectiva de sus soluciones, la instrumentación de lo decidido, la angustiosa espera de sus resultados, la revisión de los errores, la nueva discusión sobre cómo enmendarlos… Todo esto, evidentemente, da mucho trabajo y contrasta brutalmente, por sus largos tiempos, con la dinámica breve, la casi inmediatez de nuestro mundo tecnológico: la sensación de insatisfacción, desencuentro y extrañamiento se exacerba y la espiral se potencia; se hace urgente encontrar chivos expiatorios. Por cierto, no es casual que sean los más favorecidos de nuestra sociedad, los que necesitan en menor medida de la construcción de herramientas de colaboración, cooperación y construcción colectivas (desde las acciones gremiales hasta las barriales, pasando por los movimientos sociales), quienes resultan en mayor medida como arrobados por una especie de narcisismo, por el cual uno se cree productor de toda su buena suerte y felicidad, y atribuye a los otros, al Estado y a la política todos sus males. No se trata, por supuesto, de desconocer las dificultades del mismo Estado para responder con agilidad y eficacia las múltiples y crecientes demandas de una sociedad felizmente viva y conciente de sus derechos, ni la comprensible frustración que ello provoca en la ciudadanía. El punto en que el reclamo de la marcha se vuelve pueril es cuando se revela sistémico; cuando se convierte en una repulsa por derecha al sistema de representación.

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El contra-discurso kirchnerista respondió, como lo viene haciendo, con una articulación cada veImpacienciaz más consistente de argumentos: dentro, claro está, de su propio y asentado repertorio de valores, conceptos y símbolos, que colisiona con muchas de las tendencias conservadoras más profundas y antiguas de nuestra sociedad. Pero victimizarse puede ser el peor error en política. Un buen ejemplo es la cuestión de la inflación: hacerle ver a la gente que el gobierno no es productor, sino víctima de los poderes monopólicos que controlan la cadena de precios no redunda en una comprensión más clara de la naturaleza de las disputas en juego, sino en una nueva victimización del gobierno que “algo está dejando de hacer, que podría y debería hacer” para revertir el problema. Por eso, no hay que escandalizarse ante el sainete político nacional. Tampoco, sorprenderse por la efectividad de los recursos de control de la opinión pública: no ya por la evidente disparidad de potencias entre el complejo opositor-mediático y el sistema de medios del Estado, que funcionan, a esta altura, como garantía de la existencia de una voz alternativa y, en ese sentido, de cierta libertad de prensa cuya agresión, paradójicamente, se atribuye al gobierno. La crisisTampoco, por el hecho más profundo de que el discurso del Estado (que es “el del gobierno”) permanezca desprestigiado por definición, corroído en su credibilidad pública por décadas de neoliberalismo. De seguro, estos fenómenos socio-mediáticos se atribuirán parcialmente, con más o menos razón, a errores comunicacionales o de estrategia política del gobierno; lo cierto es que la dimensión del descontento y sus modos de expresión no pueden responder a ellos, sino a la naturaleza de los desafíos que el gobierno ha asumido al impulsar una serie de reformas en la cultura política, económica y social de la Argentina. Por caso, el quiebre del eterno ciclo de puja distributiva, presión devaluatoria y ajuste final, y las duras y políticamente costosas medidas de freno a la fuga de capitales y batalla contra la cultura del atesoramiento en dólares. Por eso y por mucho más…

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A no escandalizarse. En los días posteriores a la entronización del cardenal Jorge Bergoglio como papa de la Iglesia Católica, dos miembros de FIDES, Federico Penelas y Nicolás Lavagnino, publicaron sendos textos de reflexión sobre la significación de la noticia. Los cybercomentarios que recibió en particular el primero de los textos son burdas descalificaciones al autor o al grupo en general, o reconducen de modo forzado su casi inexistente argumentación a la cuestión de la adhesión al kirchnerismo. SCiencia y reproducciónimilares comentarios recibió FIDES en sus inicios, además de acusaciones de arribismo político y académico. Nuestro órgano de prensa “El pingüino…” surgió, efectivamente, como expresión de apoyo a la reelección de CFK pero, más ampliamente, de nuestro compromiso, como trabajadores de la filosofía en el marco del sistema académico y de investigación de la Argentina, con un proyecto nacional y popular. En lo sucesivo, FIDES no respondió sino con más discusión y argumentos, intentando pensar la política y la cultura argentinas con herramientas argumentativas y discursivas propias de nuestra formación. Pero ante las acusaciones gratuitas, es hora de destacar cuán claro ha quedado, después de un tiempo, que no somos un proyecto político-académico, sino un espacio de reflexión y discusión; es hora de señalar a quien haya seguido nuestros textos, que pertenecemos a diversas cepas filosóficas, ideológicas y aún políticas. No responder es, claro, más elegante. Bastará con señalar, entonces, que con escasas excepciones (que oportunamente hemos agradecido), la tónica de los comentarios a los textos publicados en “El pingüino…” responde a la misma cultura del odio discursivo y la impunidad del anonimato que dominan los intercambios en el espacio virtual por estas épocas. Pero, repetimos, no nos sorprendemos, no nos victimizamos ni nos escandalizamos, y como tampoco somos un blog de actualidad que corre detrás de la última novedad, sino que intentamos hilvanar nuestro propio hilo de discusiones, será preciso recoger las reflexiones publicadas recientemente aquí.

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En Hacerse papista”, Federico Penelas plantea, como tesis fundamental, que el ascenso de Bergoglio al papado representa una novedad absoluta de la política global y local. No se trata, ya, de la obvia y señalada significación de trasladar la institución más antigua y aún vigente de la humanidad, desde el centro del poder global, a la periferia latinoamericana. Se trata de que, precisamente a causa de la debilidad institucional y política característica de nuestros países, el empoderado pueda adquirir un peso e influencia en la política local de los que carecería si su país de origen fuera una de las potencias políticas y económicas globales. Uno de los puntos altos del texto es su análisis del fenómeno de la “papamanía” que se observó en los recientes días de la entronización de Francisco como un ejemplo de la valoración de nuestra proverbial “viveza criolla”. Por lo pronto, señala el autor, semejante euforia no constituye un regocijo propiamente religioso; tampoco puede reducirse a una previsible exaltación patriotera; hay, además de todo ello –y aquí radica la fineza de su análisis–, esa suerte de complicidad colectiva con quien, se considera, logró el éxito gracias a su “viveza”, una cualidad diferencial de los argentinos. La simulación, y también en cierto modo la elusión del castigo legal, dos de los tres rasgos con que el autor caracteriza esta propiedad argentina, parecen evidenciarse en la trayectoria de Bergoglio, especialmente a raíz de su actuación durante la dictadura cívico-militar de los ’70. La explícita reivindicación del derecho de la Iglesia a intervenir como una de las corporaciones conductoras de la vida argentina resulta, asimismo, el rasgo evidente de su política desde 2003, como bien surge del repaso de Penelas. El texto del autor remata con el avizoramiento de un panorama local dominado por la incógnita de si el kirchnerismo logrará eludir una candidatura presidencial de Scioli como sucesor del proceso iniciado en 2003, pero al mismo tiempo evitar la articulación final de un bloque antikirchnerista de derecha con el mismo Scioli a la cabeza, en ambos casos, con Francisco como uno de sus referentes simbólicos.

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Contrariamente a lo que interpretan varios de sus comentaristas, el texto no constituye una reivindicación de la política del kirchnerismo hacia la Iglesia: de hecho, le cuestiona, además de no promover el aborto, no haber dado la batalla contra el sector eclesiástico en virtud de su complicidad con la dictadura. Sin embargo, me parece que la única manera de encarar esa batalla era impulsar el enjuiciamiento a los eclesiásticos involucrados en el genocidio, en punto a lo cual no podemos dudar de que los organismos de derechos humanos y familiares de víctimas del mismo hayan agotado los esfuerzos por procesar a eclesiásticos, en los casos en que hubiere elementos probatorios. Tampoco creo que el texto reivindique la “viveza criolla” como una virtud ni que se la atribuya al kirchnerismo, si por ella entendemos los dos rasgos mencionados; sí el primero: “improvisar permanentemente, especialmente en situaciones de infortunio”. Esto se vincula con una manera de entender la acción política a la cual me referiré más adelante.

Blanco y negro

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El análisis peneliano de la “papamanía” me resultó tan atractivo como sorprendente. Me cuesta creer que esa multitud que se alegró por el papa argentino efectivamente perciba que se trata de un personaje de dudosa conducta moral en el pasado y que aún así o precisamente por dicha conducta festeje su éxito; más bien me parece que Bergoglio ha sabido rodearse de un halo de dignidad y gravedad (todo lo contrario de la mentada “viveza”), abonado por un discurso que sintetiza lo más clásico del lenguaje papal: fustigar unos males cuya indeseabilidad nadie cuestionaría (la corrupción, la falta de valores, etc…: el famoso “a dónde hemos llegado…”) pero sin exponerse personalmente, es decir, evitando siempre identificar a quiénes se refiere o a quiénes acusa, de modo de ponerse por encima de todo y todos. Precisamente, el tipo de discurso al que Néstor Kirchner decidió quitar autoridad cuando dejó de asistir al Tedeum capitalino.

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Todo vaticinio sobre la política de Francisco era inevitablemente conjetural en el momento cero de su entronización pero se irá haciendo más y más verosímil a medida que corra el tiempo y el lenguaje de los símbolos dé paso al de las acciones (por otra parte, el papado es prácticamente una institución que se fundamenta toda entera en símbolos; más precisamente, en símbolos escritos: “Tú eres Pedro…”). Siendo generosos, la mayor audacia de Francisco llegaría a ser una política más o menos efectiva de humillación de la Iglesia, es decir, de austeridad en la propia institución o de preocupación por la pobreza y la desigualdad en el mundo, o incluso de moralización de las estructuras sacerdotales, eventualmente revirtiendo la tradicional cobertura corporativa a la pedofilia. Todo ello, a cambio de no resignar las banderas más duras de la ortodoxia eclesiástica, como la permanencia del celibato obligatorio, la condena al aborto y, al mismo tiempo, a toda política de anticoncepción, etc.. ¿Cuáles serían las hipotéticas consecuencias, para la sociedad, de esta hipotética política? Es especialmente interesante el hecho de que tanto el texto de Penelas como el de Lavagnino, y el de muchos otros lúcidos textos que sobre este tema ha publicado la prensa de calidad en la Argentina, se sitúan en una perspectiva en la que esta pregunta tiene sentido: una perspectiva en la que la Iglesia y sus avatares políticos siguen siendo de interés para los que no formamos parte de esa peculiar sociedad fundada por Cristo con la simple pronunciación de aquellas palabras, “Tú eres Pedro…” En aquella, la más optimista de las hipótesis sobre la política futura de Bergoglio/Francisco, la menos beneficiada sería sin duda la propia Iglesia; en cuanto a la sociedad, sería necio decir que no podría beneficiarse con la renovación, siquiera parcial, de una institución cuya presencia es innegable a pesar de la secularización del mundo y el avance de los cultos alternativos. El punto clave es si esa transacción entre el reformismo en lo externo y el conservadurismo en lo interno (¿el acto final de “viveza”?) habrá de requerir la intervención directa en la política interna de la Argentina o en la geopolítica latinoamericana, es decir, el punto clave del planteo peneliano: si verdaderamente el ascenso de un papa argentino tendrá consecuencias excepcionales para la política interna de la Argentina. Va en ese sentido, por ejemplo, la tapa del diario La Nación del pasado domingo 14 de abril, que atribuye a Francisco una credibilidad del 98 % entre los argentinos.

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Más allá de si el papa considerará necesario convertirse en el esperado articulador de un bloque de derecha con pretensiones reales de disputar el poder a CFK, la pregunta fundamental que cabe hacerse es: aún si hiciéramos abstracción de la abominable complicidad de la Iglesia con los proyectos dictatoriales de décadas pasadas y con los poderes fácticos del presente, ¿podría admitirse la integración de una institución como la Iglesia a proyectos de transformación social y política como los que encarnan mayoritariamente los actuales gobiernos latinoamericanos? Se trata de una institución bifronte por definición, que ancla uno de sus pies en este mundo y el otro, en un transmundo de cuyasQue grande sos reglas la Iglesia se considera exclusiva regla y árbitro. Ese carácter transmundano está resumido en el comentario de Francisco: “Si no recordamos que el centro es Cristo, nos reducimos a una ONG piadosa…” La filosofía del siglo XX respondió a esta cuestión en sentido negativo: si el hombre aspira a su emancipación individual y social, no puede estar subsumido a un trasmundo. ¿Podemos, quienes no conectamos nuestras acciones aquí y ahora con un mundo no mundano y paralelo a este, considerarnos incluidos en un proyecto común junto a los ciudadanos de esa ciudad celeste? La ideología vagamente católica más difundida en el sentido común permite a la gente agradecer todo lo bueno que tiene, o a sí misma, o a Dios, como un inconciente subterfugio para no reconocer cuánto debe a su prójimo.

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En Estigmas en la cuenta de este mundo”, Nicolás Lavagnino propone un análisis del fenómeno papista desde un punto de vista menos fáctico-político que el anterior y más cercano a la crítica del discurso público: la potencia performativa de este es lo primero que el autor constata del fenómeno Francisco y lo convence de la necesidad de desmontar sus fascinantes mecanismos de funcionamiento. Más que el propiamente bergogliano, el analizado es el discurso papal contemporáneo en general, que hunde sus raíces en la larga historia de esa institución: otra vez, quizá la más autoconsciente, debido al persistente registro de su propia historia en las innumerables formas del derecho canónico, la archivística, el arte, etc. Son tres los núcleos que señala Lavagnino: por una parte, VATICAN-RELIGION-POPE-RINGla persistente habilidad retórica del papa para producir el efecto persuasivo de la inversión de las jerarquías y hacer carne en el “hombre común” (él es uno de “nosotros”), ganando así una capilaridad territorial y cultural que todo proyecto político populista envidia; asimismo, su recurso al locus del decadentismo y la necesidad de renovación-regresión hacia un antiguo supuesto orden bueno y/o natural de las cosas. Por otra parte, el desafío de “hacer algo” (incluso, en el sentido discursivo) con su propio pasado ruinoso –tanto el de la Iglesia como el del mismo Bergoglio–: sugerencia espinosa, esta, de Lavagnino, que podríamos entender en un sentido análogo a su comprensión general del lenguaje. No hay –argumenta el autor– un “afuera” del lenguaje como artefacto social, con sus inherentes efectos de persuasión y constante transformación en la infinita circulación de emisiones y recepciones; en ese marco, y si ninguno de nosotros es idiota ni alienado por pensar y decir lo que pensamos y decimos, tampoco somos el canal de una verdad ajena al mismo aleph de circulación de sentidos. Desde esa visión, y sometida a la misma lógica, la Iglesia deberá dar fin, más temprano que tarde, a su ensordecedor silencio sobre su horrenda actuación durante la dictadura argentina y producir un discurso sobre sí misma que de algún modo le permita tramitar ese pasado.

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El punto alto del análisis de Lavagnino llega en dos momentos: primero, cuando expone la naturaleza esencialmente figurativa de identificar la estatalidad con individuos (Bush invasor, él solo, de Irak, Cristina, asesina directa de Mariano Ferreyra, Chávez, conductor omnipotente de Venezuela, etc.) y, sobre todo, la metáfora del Estado como un organismo con una intención monolítica y eficazmente dirigida. Es, precisamente, cuando las multitudes se creen ese tipo de metáforas (intervención mediática mediante), que se produce el efecto colectivo del 18A: si el Estado es un ser como nosotros (aunque parece que ni nosotros somos eso), entonces es capaz de actuar con lógica y conciencia transparentes, de dirigirse a un lugar previamente determinado y realizar perfectamente una intención supuestamente monolítica, y por lo tanto, podemos sentirnos con derecho a reclamarle hasta la rabia su incapacidad para evitar que nos maten, nos roben, etc.. El otro punto alto del análisis es cuando Lavagnino deja expuesta la naturaleza esencialmente conservadora de esa matriz que reúne discursos tan diversos como el del catolicismo papal y el marxismo: las cosas tienen un orden y lo hemos subvertido; es necesario restituirlo, sea volviendo a la antigua tabla de valores judeocristianos (volver a la armonía de lo Bello-Bueno-Verdadero), sea revelando la estructura de las relaciones de producción y alienación. Llorar por PerónEl peronismo, esa gran bestia negra, resulta en este sentido el centro de las estigmatizaciones, y por eso ni por derecha ni por izquierda pueden aún producir una nueva lectura que supere la tradicional de la impostura: el peronismo, ese impostor, ese criollísimo vivo, engaña a los trabajadores, o bien porque no hace más que amortiguar los costos de la explotación para garantizar su reproducción, o bien porque les da “el pescado en lugar de la caña de pescar”.

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Por fuera de este entrampamiento, con sus contradicciones, sus avances y retrocesos, los varios populismos latinoamericanos de esta hora están escribiendo un manual propio de acción política en el que no hay línea recta en el camino a las transformaciones, en el que, como dice la Presidenta, “la historia no se escribe con letra caligráfica”; un antimanual en el que no hay un orden antiguo que restaurar ni una verdadera estructura que desnudar, sino en el que todo resulta mucho más abierto a la praxis y también –¡ay!– a contingencias como la enfermedad y muerte de los imprescindibles o el ascenso al poder mundial de los indeseables. Mi punto de desacuerdo es cuando el análisis de Lavagnino se radicaliza (parece imposible, desde su propio planteo, que ello no ocurra) y todo resulta explicado como resultado exclusivo de la victoria o derrota de determinados discursos en su capacidad para producir efectos performativos de persuasión o disuasión. Por mi parte, pienso que la acción política contendrá, No te vi cacerolearseguramente, un cúmulo de esfuerzos, estrategias, sinsabores y triunfos en ese duro teatro, en ese juego de fuerzas en disputa por la producción de las creencias colectivas, pero no puede reducirse a ellos, al menos, desde la perspectiva del propio sujeto de la acción política. Si creyéramos que lo que creemos no es de, algún modo, cualitativa o esencialmente más válido que lo que creen nuestros adversarios; si redujéramos nuestras diferencias a nuestras respectivas trayectorias pasadas (y por tanto, a un sinnúmero de contingencias en las que no hemos intervenido: dónde hemos nacido, quién nos ha educado, de qué apologías y rechazos nos hemos alimentado) ¿no careceríamos de la enorme fuerza que se necesita para defender esas creencias y luchar por su concreción? Será, en todo caso, una necesidad subjetiva, la necesidad de una pequeña lista de principios conductores de nuestra acción, como “democratización”, “igualdad” y, por qué no, “progreso” y “libertad”. (Después de todo, la misma idea de “populismo” salió de las más recalcitrantes usinas ideológicas norteamericanas).

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Seguramente se tratará, repito, de un número muy reducido de principios, mandatos, etc.; y el resto será todo eso que tan magistralmente describe Lavagnino: persuasión y disuasión, convicción y duda, concierto y desconcierto en un ágora cada vez más abierta, pero también más influenciable por nuevos soportes de producción de sentido, especialmente, los tecnológicos. Pero, a no dudarlo, en ese cúmulo de acciones instrumentales que hacen la política diaria, no habrá otra salida que incorporar sujetos todo lo diversos que se pueda. La dimensión de lo conquistado y por conquistar, de lo que está en juego y en riesgo de perderse, así lo exige.

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Esunescándaloesunescan

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Habemus Fides

Luego de un largo receso, aquí estamos, con una doble entrada dedicada a la polémica e inesperada elección de un pontífice argentino y peronista. Por un lado, Federico Penelas deja de prestar tanta atención a gurbos y sarlos y nos entrega su visión de lo que implica Hacerse papista. Por el otro, presentamos a Kenneth Buarque y a su texto relativo a los Estigmas en la cuenta de este mundo.  No ignoramos el momento especial en el que esta doble entrada se genera: los desastres por inundaciones en el área metropolitana de Buenos Aires. Pero más allá de las urgencias del momento, más allá de las agonías, desidias y miserias que estos episodios revelan, y más allá de la conmoción ante tantas vidas literalmente arrasadas, es posible volver a estos textos con una intensidad renovada por lo que estamos viviendo. Creemos, en la línea de lo sugerido por ambos autores, que los tiempos que se vienen son más complejos, tal como lo revelan estos episodios, con su demanda de articulaciones y destrezas cada vez más singulares. Complejidad con la que deberemos saber lidiar, de manera paciente, realista y esperanzada, si es que alguna vez hemos de encarar los estigmas y cancelar los saldos que se hilvanan en la cuenta de este mundo.Iglesia y Revolución

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Enojados en busca de un 17 de octubre

por John William Puck

Me fui a dormir. Enojado. Repleto de imágenes. Reflexioné sobre lo que estaba pasando. Y luego reflexioné sobre mi propio enojo.

Ayer un montón de gente se hizo ver en Buenos Aires. Y en Córdoba. Y en Rosario. Y en otros lugares. Fue mucha gente. No tanta como para suponer una ruptura o una brecha masiva en las corrientes de opinión a nivel nacional, pero la suficiente como para fidelizar a los que, desde hace rato, adversan al gobierno nacional. En este contexto adquirir visibilidad no es poco. Pero tampoco es tanto. Por momentos se parecía más a un “Prende y apaga” sin Lapegüe.

En principio podemos suponer que pocos de los que marcharon ayer votaron a Cristina el año pasado. Los estudios de opinión no sugieren que haya habido una pérdida masiva en el nivel de apoyos a la gestión. Podemos llegar a creer que todos sus móviles son espurios, que es pura manipulación mediática, que si esos se enojan está bien. Pero en principio todas esas estrategias interpretativas, legítimas y todo, no me interesan tanto.

Quizás lo relevante, en este largo y entretenido match político tenga que ver con que algo “aparece”, en la forma de un movimiento supuestamente espontáneo (que lo sea es otra cosa), que desafía y avanza intentando imponer agenda (o por lo menos desafiando la agenda del contendiente político). Desde hace mucho sabemos que estos cúmulos de indignación, en la forma de emergentes que “brotan” como de la nada no constituyen subjetividades políticas sostenidas en el tiempo. Pasó en los 90, cuando las puebladas se sucedían entre oleadas de votos que impulsaban la ficción de la convertibilidad. Pasó en el 2001. Pasó con la 125. Protestar e indignarse es una cosa. Impugnar una agenda es otra. Constituir otra es una muy distinta. Y finalmente imponerla es lo más difícil de todo. El pasado reciente argentino es un libro abierto al respecto.

Este diagnóstico hasta cierto punto minusvalorador de lo que pasó ayer no debería suponer ni el fácil conformismo que infiere que aquí no ha pasado nada, ni el estéril enojo ante un devenir político que a uno no le agrada. Sería equivocado creer que todos los que adversan al gobierno son bacanes que quieren comprar dólares, clase media miope y egoísta con ganas de auto-infligirse un naufragio colectivo o agentes culturales cipayos y maliciosos. Habrá de todo eso, seguramente, pero en definitiva lo que importa es otra cosa. En vez de enojarse y desdeñar, el que apoya a esta gestión debería tomarse un tiempo para apreciar los problemas que hay, considerar las tensiones emergentes, en la convicción de que la continuidad del análisis no mudará las preferencias, sino que, en todo caso, las fortalecerá sentándolas sobre nuevas bases.

Uno puede acordar con Artemio López en la caracterización del fenómeno de las audiencias redundantes: en este momento la cultura política está escindida a tal punto que la producción y circulación de discurso supone públicos disyuntos que se rigen por contratos verbales implícitos y explíticos completamente divergentes. Uno puede, también, acordar que episodios como el de ayer facilitan la visibilización de sectores que no cuentan con un adecuado canal político para expresarse. Sin embargo, y a diferencia de lo sugerido por Ezequiel Meler, en este caso se trata de visibilizar a los que, de todos modos, ya son visibles (y bien que lo son) en la agenda mediática convencional -algo que no fue el caso entre, digamos, 2008 y 2010, cuando el “invisibilizado” era el kirchnerismo-, y lo peor de todo es que ese grupo no tiene una agenda relevante, coherente o con capacidad de interpelar a grupos más vastos que los que en principio se visibiliza -lo cual tampoco fue el caso entre la 125 y la muerte de Néstor, cuando la gestión efectuó una guerra relámpago que modificó la matriz política argentina-.

No es lo mismo tampoco invisibilizar a una constelación de jirones que tan solo acuerdan en sus negatividades, que no administra ni gestiona nada (y cuando lo hace, lo hace mal, como el macrismo), que invisibilizar a una gestión que no sólo administra y gestiona, sino que también lo hace de manera considerada, en términos genéricos, satisfactoria.

En mi modesta opinión lo más llamativo de este proceso de constitución discursiva opositora es, a la vez, lo que entrega la indicación más precisa de que es lo que deben hacer los que no son opositores. El cacerolero no es, por definición, un miserable, un cipayo, un miope, una persona adinerada, un genocida o un nostálgico menemista, aunque extensionalmente encontremos miembros de la clase cacerolera que satisfacen estos criterios. El cacerolero es alguien que está enojado y encuentra en el marco de interacción que es el caso fuertes incentivos para radicalizar la propia acción (y la propia creencia), que no es otra cosa que su propio enojo.

El fuerte incentivo viene a cuento de un elemento clave en las teorías del juego político: el que juega a perdedor, y sabe que juega a perdedor, es el que está cada vez más interesado en cambiar las reglas. Si la deriva actual lleva a un terreno donde pierdo, cambiemos la deriva. Esto supone encontrar virajes, giros, tropos y vueltas semánticas y de las otras que transformen el manotazo en un cambio de reglas. Pero algunos manotazos son sólo manotazos.

La vocación por el cambio de reglas obedece, en última instancia, a una incapacidad para trabajar con los recursos normativos, institucionales -pragmáticos diríamos- vigentes. El cacerolero es alguien enojado, librado institucionalmente a su propia suerte, y que encuentra en su propio enojo la constitución de su lábil subjetividad política. No es mucho, pero es algo. Y también indica las fortalezas de todos los que deciden no cacerolear.

Por la negativa sabemos que los que no cacerolean no están enojados, no tienen fuertes incentivos para intentar cambiar las reglas, entre otras cosas porque consideran que el diseño institucional y normativo actual satisface hasta cierto punto sus intereses prácticos. En ese diseño caben, incluso, las manifestaciones opositoras, los programas ridículamente hostiles, los cacerolazos, los paros “salvajes”, el señalamiento puntilloso de los problemas de gestión, la inflación, la pobreza, la corrupción, las operaciones para constituir mediáticamente subjetividades alternativas que disputen el espacio público y la consolidación de discursividades competitivas que satiricen o ridiculicen las propias creencias. Nada de todo eso debería preocupar mayormente, y es por eso que los paros de Moyano, los programas de Lanata, los chistes de Nik y los cacerolazos mediáticos me parecen relativamente triviales o curiosidades antropológicas. Son tubos de ensayo que nos permiten experimentalmente medir el enojo de los enojados, la radicalidad de los radicalizados, los manotazos de los manoteantes.

Respecto de todo eso el que apoya a la gestión no tiene que comportarse como un ironista, en términos rortianos, sino como alguien sensible a lo que está ocurriendo, alguien capaz de estar abierto a los extraños universos de sentido que moran los otros y que interpelan salvajemente a los que habitamos nosotros. La palabra que usa Rorty para esta sensibilidad es “liberal”. Naturalmente entiendo que es un despropósito mantener el término en nuestro marco local: no estoy diciendo que “ante cosas como esta tenemos que ser más liberales”. ¿O quizás sí?

Lo que estoy diciendo es que tenemos que entender que un proyecto político que se propone reconfigurar la gramática de la vida social seguramente va a generar tensiones y liberaciones de energías y emociones no necesariamente positivas provenientes de todos aquellos que no se sientan a gusto con la redescripción de esa vida y la reformulación de aquella gramática. Una pancarta vista ayer y en otras manifestaciones es por demás elocuente al respecto: “devuélvannos el país”. Más allá de lo que obviamente puede decirse al respecto (que los que exhiben esa pancarta se sienten dueños despojados, etc.), lo interesante es captar el enojo de los “redescritos”, tener plenamente presente que es lógico que se enojen y obligarse uno mismo a calcular permanentemente qué es lo que se está redescribiendo y con qué propósitos.

Una de las tareas más gratas de la vida política es la experimentación con la plasticidad institucional, forzar los léxicos, aventurar gramáticas, inventar neologismos que cobran vida y plasman nuevas materialidades. Hace diez años “AUH”, “ley de Medios”, “Encuentro” o “Repro” no formaban parte de nuestro inventario léxico-gramatical. Ahora sí. Pero lo gratificante no quita lo riesgoso: algunas apuestas salen mal, o no tienen sentido (LAFSA, ENARSA, tren bala, transversalidad)…

Desde mi punto de vista es absolutamente fundamental tener en cuenta todo esto a la hora de apreciar fenómenos como el de ayer. Este es un proceso riesgoso y gratificante de redescripción social, simbólica y material. Ante él nos situamos en la convicción de que todo horizonte de sentido genera exclusiones, de que no todos los excluidos toleran mansamente la exclusión y de que es preciso ser consciente de qué es lo que se excluye, por qué, para qué. Esto es, medir, pensar, anticipar a quién alienta uno a la radicalización, a quién deja uno librado a su buena o mala suerte, a su enojo, a su capacidad de entablar procesos de equivalencia semántica con otros enojados.

La gramática se cambia, pero son las personas las que siguen hablando. Las plazas se llenan y se vacían, las agendas se impugnan y se disputan. Bien entonces. Juguemos el juego. Para el enojado es más difícil: no alcanza con impugnar. Tiene que articular una estrategia, en medio del enojo, acordando con otros enojados, y luego bregar para imponerse. Y lo peor de todo: dando manotazos, y careciendo de la cabal consciencia de los límites del juego. Porque no lo ve como tal. Porque le va la vida y el enojo en negarlo. Y así pierde un precioso espacio conceptual para pasar de manoteante desesperado a sujeto político.

Un montón de enojados no hacen un 17 de octubre. Hay que atravesar el Riachuelo, poner las patas en la fuente. Pisar el pastito. Sino el enojo es tan sólo un átomo léxico más en el horizonte de la negación.

Mientras tanto a nosotros nos queda ser “liberales”, sensibles y atentos a todo esto. Para así entender las propiedades del juego que se despliega en el marco de nuestras vidas. Necesitamos mucho más que el operador de negación que brinda el enojo para constituir una gramática diferente de nuestras vidas en sociedad. Necesitamos el completo y rico acervo tropológico para virar nuestras vidas, para amar nuestros problemas, y para proyectarlos como sombras nuevas en viejas paredes. Tropos para todos, si es que vamos a redescribir nuestras vidas.

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Libre y Justa

Evita en el billete de 100 pesos

por Antonio Tursi

 «Después de 200 años de moneda, es la primera vez que una mujer aparece en un billete. Y si tenemos que hacer honor al género, ¿quién mejor que la figura de Eva Perón estampada en el billete?» Para el recuerdo de muchos, ya mayores, será más que Eva Perón: será Evita, Santa Evita. Eva Perón endiosada, a quien se le rezaba y ofrendaba. Las palabras de la presidenta suponen a Eva Perón prócer, como algunos -no muchos- de los que ilustran los billetes. De hecho, poco después de su muerte se diagramó un billete con el perfil de Eva. Pero no llegó a circular.

 Ver la luz

Con todo, la figura femenina tiene, en nuestro papel moneda, tres antecedentes con claras reminiscencias romanas que, supongo, sirvieron como modelo y que presentaremos sucintamente.

La más famosa y repetida es la que simboliza la República en los billetes de 0,50; 1; 5 y 10, 50 y 100 pesos moneda nacional, figura que se repitió reavivando el contexto de diferentes maneras en los australes; en el de un austral p. e. con una bandera nacional y laurel en el reverso:

Llama la atención que no tenga el gorro frigio con el que se solía caracterizar a Argentina, llamémosla así, tal como aparece en algunas antiguas monedas y en un viejo billete de 50 centavos:

El gorro frigio, en sentido riguroso, no simboliza la libertad, sino más bien, la obtención de la libertad. Se remonta a los píleos, los gorros usados por los esclavos romanos en señal de haber conseguido la libertad por manumisión. Los hombres nacidos libres no usaban píleos. Manumisión significa literalmente «ser llevado de la mano». Pues, su dueño lo llevaba así ante el lictor quien, delante del pretor, lo tocaba con su vara y el esclavo daba un giro sobre sí mismo y quedaba, a partir de ese momento, libre. El poeta (aristócrata) Persio (Sátiras V, 75-82) considera un acto de magia la manumisión y se queja de que, por ello, un ex-esclavo pueda llegar a tener los mismos derechos que un hombre libre. El gorro frigio, a través de la historia, fue usado por diferentes pueblos mientras lucharon y consiguieron su libertad.

Volvamos a nuestra Argentina sin gorro frigio y, entonces, ya nacida libre. La figura rememora a la diosa Vesta. Vesta era una antigua divinidad romana protectora del hogar. Se la simbolizaba, justamente, con una antorcha en una mano, como tiene nuestra Argentina, y, en la otra, con un recipiente de ungüento. La nuestra está apoyando su otra mano sobre el sol del escudo. La primera del Colegio de las Vestales era, junto con el pontífice máximo, la autoridad religiosa más importante en la Roma clásica. El poeta Horacio (Odas III, 8-9) los identifica absolutamente con Roma. Nuestra palabra hogar viene de la latina focalis, esto es «fuego». Alude al fuego constantemente encendido en cada uno de los hogares romanos para protección y recuerdo de sus antepasados. La antorcha de la Vestal argentina no significa, como se dice, la «iluminación de la verdad», sino la tradición familiar que se mantiene viva en la memoria. Además el diseñador quiso que la figura sea inconfundiblemente romana. Encintó su cabello, la vistió con la doble túnica, la clásica y la que se utilizaba en bajas temperaturas, y la posó sobre un pedestal que parece un triclinio.

La tercera figura femenina aparece en el billete de un peso moneda nacional, algo más reciente que aquél de la Vestal argentina:

Se trata de Iustitia, la justicia personificada romana, de la que los jurisconsultos se decían adoradores. En una mano la balanza de dos platos romana, en la otra la espada, y, por supuesto, sin venda en los ojos, tal como se la representaba en Roma. Pues los ojos vendados como símbolo de neutralidad constituyen un prejuicio moderno, no clásico.

Celebremos pues que Evita lleve otra vez a nuestros hogares y a nuestros bolsillos la Argentina libre y justa.

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Relatar el pasado, relatar el presente

El kirchnerismo y las disputas por la historia

por Carolina J. Fernández

El enérgico salto hacia adelante que dio el gobierno de CFK al recuperar el control estatal de la empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales no sólo reafirma nuestro compromiso con este proyecto político, sino que también reactualiza la discusión sobre el pasado. La consigna popular que surgió en esos días, “Yrigoyen-Perón-Fernández”, yendo hacia atrás a la búsqueda de referentes y respaldo en la historia, sintoniza con un discurso presidencial que siempre tiende una interpretación de la misma como telón de fondo de las acciones de gobierno. Más recientemente, la misma voz presidencial volvió a nominar las disputas por la (nuestra) historia, como en el discurso del 25 de mayo, en el que la Presidenta mencionó críticamente la “historiografía liberal”, o en el significativo acto del 4 de junio en la provincia de Catamarca, en el que ascendió al caudillo federal Felipe Varela a General de la Nación. Voy a retomar aquí el debate que comenzó hace unos meses en medios gráficos nacionales, en nuestra comunidad universitaria y en “El pingüino de Minerva” con motivo de la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico. Me ceñiré al análisis del debate público reciente, sin desconocer que es muy  amplia la producción bibliográfica que podría añadirse: el punto es qué argumentos o qué elementos han seleccionado muchos de los autores de esa misma producción bibliográfica para intervenir en el debate actual. El punto es, por supuesto y siempre, la significación política, ideológica y cultural de esa selección y de ese debate (click aquí para seguir leyendo).

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Kirchnerismo y relato

por Nicolás Lavagnino

¿Dónde mueren los relatos? Donde los trayectos se transfiguran en un contubernio de hierros y tendones, frutos sangríos de un bólido a destiempo, ruidos insomnes tras el fin de las palabras. Parece que al fin se ha probado lo evidente: es imposible engañar a tantos por tanto tiempo. En teoría, para quien vive del relato una cosa es la vida y otra el relato. Y el kirchnerismo es como una fuga en perspectiva, manipula lo cercano para proyectar lejanías (click aquí para seguir leyendo).

Perspectiva

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Un año de FIDES

Con espíritu alternativo al Cambalache discepoleano, nacimos hace un año diciendo “no da lo mismo”.

Durante este tiempo, compartimos la alegría del triunfo y la consolidación de algunas de las políticas que apoyamos y que acaso hayan encontrado su máxima y más simbólica expresión en la reciente recuperación de los hidrocarburos, pero también compartimos la decepción ante algunas insuficiencias. Se ha hecho mucho, queda mucho por hacer. Podríamos ofrecer largas enumeraciones para poner a un lado y otro de la balanza, el desbalance a favor sigue siendo importante. Y lejos, muy lejos de lo pesable, aparecen cuestiones que son auténticos imponderables: el dolorosísimo estrago de Once, de ser puesto en la balanza destruiría todo fiel.

Sin orden establecido y sobre casi todo, las palabras intercambiadas y escritas se fueron sumando. Sin prisa, pero sin pausa. Al cabo de un año, nos presentamos en sociedad en un evento, llevamos a cabo un considerable número de discusiones internas –nuestras modestas ágrafa dógmata–,  y constituimos un nada desdeñable corpus fideisticum que, nos consta, es profusamente leído. Gracias a nuestros lectores, gracias a los que han escrito por todos. Fides, la Palabra dada, ha servido para repensarnos como hablantes, construir y deconstruir relatos, desarticular espúreas alternativas.

La palabra dada

A veces nos gustaría formar parte del Cambalache. En el conjunto grisáceo de lo revuelto, lejos de destacarse como singulares, la Biblia y el Calefón se desdibujan. Pero no da lo mismo. No nos da lo mismo. Elegimos exponernos, sacarnos un poco el polvo y ponernos en la vidriera. No es fácil. No llevamos las de ganar, no sumamos nada en la cuenta académica. Muchos ojos atentos evalúan, algunos con mucho respeto otros no tanto, si todavía estamos dispuestos a brindar nuestra palabra.

Aquí estamos, mucho hemos dicho, mucho queda por decir.

 

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La ‘magia’ de Beatriz Sarlo

por Federico Penelas

 En un país como la Argentina, donde el juego nacional es el truco (un juego de naipes de envites), ser conscientes del carácter performativo del lenguaje es parte de nuestra identidad colectiva. A tal punto sabemos que se hacen cosas con las palabras que, pícaros (¡cuándo no!), hemos aprendido a esbozar un furtivo “Turco” (en lugar del decisivo “Truco”) con el afán de que el engañado se deschave. Lo interesante de esos casos es que no sólo nos revelan que hacemos (o fingimos que hacemos) cosas con palabras, sino, más importante, que hay cosas que sólo se hacen con  palabras. Todo aquel que prometió casamiento, luego dijo “Sí, acepto” frente a un juez y finalmente bautizó a su prole, sabe que esos tres cambios radicales en la ontología hasta entonces vigente (surgimiento de una promesa, de una nueva instancia de la institución social matrimonial y de la nominación de un ser humano) requirieron de alguna fórmula lingüística enunciada por alguien en algún momento determinado bajo ciertas condiciones.

Esto no lo discute nadie (aunque la dimensión del fenómeno no terminó de hacerse carne en el campo intelectual académico hasta que en los 60 se publicaron los escritos del autor inglés John L. Austin). Mayores discusiones suscita la idea de si los conceptos, las categorías, las clases, prefiguran a un lenguaje que debe representarlos/as para ser perspicuo, o si el lenguaje mismo (o, más bien, las comunidades lingüísticas al hacer uso de un determinado lenguaje histórico) es(son) el (las) instaurador(as) de los(as) mismos(as). Aquí la bibliografía filosófica se torna campo de una batalla no saldada.

Así, los efectos del lenguaje sobre la ontología, sobre lo que hay, no es materia de mayores disputas. Lo que se debate es el alcance de ese influjo.

Algunas de estas cosas le fueron recordadas en diversos medios a Beatriz Sarlo a propósito de su nota “La ‘filosofía del lenguaje’ K” publicada en La Nación (http://www.lanacion.com.ar/1456937-la-filosofia-del-lenguaje-k). En dicho artículo, la ensayista hacía dos cosas: primero analizaba críticamente (y con lucidez a mi juicio en algunos, no en todos, de los puntos allí consignados) un intercambio discursivo desarrollado durante un acto oficial entre la Presidenta y una ciudadana jujeña; luego se ocupaba de acusar a la Presidenta de sustentar su acción política en una versión radical del performativismo lingüístico. Es a propósito de esa segunda parte del texto que algunos comentaristas cuestionaron a Sarlo por haber olvidado enseñanzas elementales de Austin y otros (http://tiempo.infonews.com/2012/04/01/editorial-71880-la-filosofia-del-lenguaje-k.php ). Es verdad que la autora le cuestiona a la Presidenta el hecho de creer justamente en la obviedad que nos fuera advertida por dicho autor: que el lenguaje tiene “el poder de producir los acontecimientos”. Pero no es factible atribuirle a la respetada académica semejante ignorancia. Seguramente, además, alguna vez habrá jugado al truco, y con eso basta para vivir en el cuerpo la lección austiniana. En realidad la acusación de Sarlo es más esperpéntica: le atribuye a la Presidenta pensamiento mágico (“lo que se nombra, automáticamente, pasa a existir: abracadabra”, “según la filosofía del lenguaje K, la lengua es mágica”). Es allí donde yo me quiero detener.

Hace más de setenta años el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein cuestionó fuertemente el abordaje de ciertas culturas realizado por el antropólogo escocés James Frazer en su clásico La rama dorada. El cuestionamiento de Wittgenstein era que dar cuenta de ciertas prácticas ajenas no requiere describir a quienes las desarrollan como adherentes a determinadas creencias. La atribución de pensamiento mágico justamente lo que hace es explicar ciertas conductas presentando al agente de las mismas como teniendo creencias alejadas del sentido común o de las mejores teorías científicas disponibles. Sin embargo no hacemos eso con nosotros mismos. No nos atribuimos creencias telepáticas a la hora de besar la foto del amado, ni creencias animistas al patear el suelo cuando nos enojamos. Simplemente hacemos esas cosas, sin creencias estrambóticas que las sustenten. El mal antropólogo, pensaba Wittgenstein, es aquel que atribuye creencias mágicas sin mayor evidencia que la de presenciar prácticas sociales muy diferentes de las nuestras, aunque igual de extrañas.

La lección que podemos extraer de aquellas observaciones wittgensteinianas es que detrás de buena parte de las atribuciones de pensamiento mágico suele haber ignorancia o, en el peor de los casos, mala fe. Hay ignorancia cuando el que atribuye no toma conciencia de que no hace lo propio consigo mismo. Hay mala fe cuando, consciente, sostiene la asimetría en la explicación de la conducta propia y de la extranjera.

¿Cuál es la conducta presidencial explicada por Sarlo a través de la hipótesis del pensamiento mágico? Básicamente que la Presidenta habla de lo que ella quiere, o, para ser más específicos, que no habla de lo que no quiere. Sarlo ensaya una explicación primera en términos tácticos: “los acontecimientos que se consideran desfavorables y sobre los que no se tiene preparada una argumentación merecen el silencio”. Y luego se despacha con la conjetura mágica: “lo que no se nombra no existe”. La explicación inicial es una interpretación no caritativa. El mismo fenómeno podría ser descripto (para ser criticado, si se quiere) en términos de disputa por la hegemonía de la agenda mediática, discursiva, simbólica. El texto ofrece los elementos para dar ese giro cuando dice: “la Presidenta tiene dos estrategias discursivas: el silencio y el monopolio”. Pero el artículo se concentra en el tema del silencio -y lo reconduce al tema de la magia- sin explayarse sobre el otro término del par mentado. Una manera de poner en relación ambos conceptos para explicar la conducta presidencial podría ser esta: se calla la palabra de los monopolios, se habla de otra cosa, no de la agenda impuesta. Sarlo no es caritativa, no discute esa estrategia (podría hacerlo) sino que explica el silencio deslindándolo del monopolio: se calla lo que no conviene o no se sabe. Una ventaja de la explicación elegida (la que deshecha la apelación al monopolio) es que adoptar la otra explicación (la que podría ofrecerse aludiendo a tácticas en la pugna por la hegemonía) obliga a ponerle el sayo a todos los actores políticos: no tener una estrategia mínima acerca de qué temas deben ser el eje de los debates en el foro público es suicida y perjudicial para aquellos a quienes uno pretende representar. Pero no, Sarlo no elige esa línea, la calla; impone su propia agenda: la de asignarle al otro en cuestión ya sea falta de valentía ya sea ignorancia. Ella también juega el juego hegemónico, y lo juega con destreza, entre otros modos, callando lo que no se ajusta a la agenda que le parece justo imponer. Por ejemplo, callando que la Presidenta hace lo mismo que ella, como todos. Por ejemplo aludiendo a que la Presidenta calla el tema inflacionario pero callando que la Presidenta en su último discurso frente a la Asamblea Legislativa mentó sin dar mayores excusas uno de los principales “acontecimientos desfavorables” no resueltos por el modelo: el empleo en negro. Sarlo lo calla porque su agenda es otra. No sería caritativo explicar el silencio de Sarlo aludiendo a que no sabe cómo enfrentar discursivamente esos acontecimientos. Lo razonable es explicarlo en función de su propia estrategia en la lucha hegemónica.

Ahora bien, Sarlo da un paso ulterior en la explicación de los silencios y le atribuye creencias mágicas a los kirchneristas: “La palabra ‘inflación’ hace subir los precios”. El comportamiento conducente a no seguir una línea discursiva impuesta, propio de todo agente político que merezca ser considerado autónomo, es reducido pues (a la hora de ser considerado cuando lo ejerce el adversario) no sólo a efecto de la cobardía o de la ignorancia, sino también a fruto de una trasnochada “filosofía del lenguaje” (así, entre comillas) atravesada por la idea de asignarle a las palabras el poder de los encantamientos y los hechizos.  Sarlo parece así cometer el desliz que Wittgenstein le criticaba a Frazer: asignar creencias bizarras frente a conductas análogas a las propias para las cuales no se adopta la autoatribución de bizarría. Ignorancia o mala fe era el diagnóstico que el legado wittgensteiniano nos dejaba a la hora de evaluar a quien cometiese esa imprudencia explicativa. No cabe, una vez más, asignarle tal tipo de ignorancia a una ensayista de fuste como Beatriz Sarlo.

Hay quien podría protestar señalando que el recurso a la magia es una humorada, un guiño a los lectores que a esta altura ya esperan ese tipo de intervenciones denigratorias. Seguramente sea así. Pero entonces la distancia con las canciones de Carlos Barragán en el –según dichos de ella- “descerebrado y estúpido” programa 678 es nula. Sospecho que la comprobación de esa nulidad es lo que más perturbaría el circunspecto sueño de la profesora.

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Malvinas: la posguerra que aún no fue

por Verónica Tozzi

Hoy, a 30 años de la aventurera invasión y posterior enfrentamiento en Malvinas, es una ocasión para reflexionar sobre la representación de la única guerra internacional que nuestro país emprendió en el siglo XX contra una potencia militar. La guerra involucró  a soldados argentinos no profesionales de 18 a 20 años, con una causa legítima bajo un gobierno ilegitimo y que terminó en una derrota. Hoy se nos presenta una oportunidad para recuperar nuestras experiencias, reescribir los relatos envejecidos y participar activamente en el debate político y académico sobre esta página crucial de nuestra historia reciente. Mi intervención en esta ocasión tiene como fin posicionarme junto a aquellos (pocos) que promueven  más debate e investigación sobre Malvinas y su representación en la historiografía, el arte y las políticas de la memoria (click aquí para seguir leyendo).

Las bestias de aquel infierno. Alonso

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24/3

por Claudia D´Amico

En 2003 el Congreso de la Nación derogó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por iniciativa del Presidente Néstor Kirchner. Al mismo tiempo se reabrieron los juicios, en tanto que la justicia comenzó a declarar inconstitucionales los indultos por crímenes de lesa humanidad que habían cometido los militares durante la última dictadura. Las causas comenzaron a reabrirse… Esa realidad presente, resultaba un contexto adecuado para que se estableciera en 2006 el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, por la ley 26.085.

Se ha escrito mucho sobre el tema de la Memoria durante el siglo XX. Reflexiones sobre el Holocausto por antonomasia y sobre nuestro propio holocausto.

En esta ocasión quisiera demorarme en un texto extemporáneo. Uno de los primeros análisis que aportó la filosofía sobre la memoria, el del libro X de las célebres Confesiones de Agustín de Hipona:

 

“…vengo a dar con los anchurosos campos y vastos palacios de la memoria. En ella se encuentran los tesoros de las innumerables imágenes que los sentidos aportaron de toda clase de cosas. Allí, recóndita, está cualquier cosa que pensemos, ya sea aumentando, ya sea disminuyendo, ya sea aun modificando lo percibido por los sentidos y cualquier otra imagen encomendada a ella y depositada en ella, mientras no la haya absorbido y sepultado el olvido. Cuando estoy allí, pido que se me presente lo que quiero. Algunas cosas vienen al momento, otras hay que buscarlas con más tiempo y sacarlas de una suerte de receptáculos más secretos. Hay otras, en cambio, que irrumpen en tropel…”

 

La memoria necesariamente distorsiona, magnifica, minimiza, resignifica, pone por delante algunos hechos, mantiene otros en una especie de secreto que por serlo no es olvido, sólo desplazamiento. Todo el análisis agustiniano de la memoria tiene un único objetivo: toparse con la propia identidad, lo que denomina memoria de sí (memoria sui). Tal memoria permite, para Agustín, decir “yo” porque aparece unificando la totalidad de  la experiencia interior. Sin embargo, tal memoria no es sólo recuerdo sino que es proyecto hacia el futuro, memoria como expectativa que permite volver presente lo esperable. Aquello que deseamos para mañana, es evocado como presente. Como tal la memoria sui sólo es ahora: el pasado y el futuro carecen de densidad ontológica,  ante nosotros se encuentra únicamente el presente entendido como presencia. El análisis de la memoria se desliza necesariamente hacia la pregunta por el tiempo. El tiempo, más allá del que miden los relojes, dice Agustín, es  la distensión del alma, esa posibilidad de extendernos a modo de fuelle anclando en la identidad de la presencia.

 

No tiene otro objetivo dedicar un día nacional a la memoria, más que el reconocimiento del  sí mismo como colectivo. “Me tienen harto con la dictadura….”, “demos vuelta la página” es, en el mejor de los casos, considerar la memoria como el regreso al pasado. El Día Nacional de la Memoria no es más que toparnos con nosotros mismos presentes, reconocer nuestra identidad,  proyectarnos hacia lo esperable.

 

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