La ‘magia’ de Beatriz Sarlo

por Federico Penelas

 En un país como la Argentina, donde el juego nacional es el truco (un juego de naipes de envites), ser conscientes del carácter performativo del lenguaje es parte de nuestra identidad colectiva. A tal punto sabemos que se hacen cosas con las palabras que, pícaros (¡cuándo no!), hemos aprendido a esbozar un furtivo “Turco” (en lugar del decisivo “Truco”) con el afán de que el engañado se deschave. Lo interesante de esos casos es que no sólo nos revelan que hacemos (o fingimos que hacemos) cosas con palabras, sino, más importante, que hay cosas que sólo se hacen con  palabras. Todo aquel que prometió casamiento, luego dijo “Sí, acepto” frente a un juez y finalmente bautizó a su prole, sabe que esos tres cambios radicales en la ontología hasta entonces vigente (surgimiento de una promesa, de una nueva instancia de la institución social matrimonial y de la nominación de un ser humano) requirieron de alguna fórmula lingüística enunciada por alguien en algún momento determinado bajo ciertas condiciones.

Esto no lo discute nadie (aunque la dimensión del fenómeno no terminó de hacerse carne en el campo intelectual académico hasta que en los 60 se publicaron los escritos del autor inglés John L. Austin). Mayores discusiones suscita la idea de si los conceptos, las categorías, las clases, prefiguran a un lenguaje que debe representarlos/as para ser perspicuo, o si el lenguaje mismo (o, más bien, las comunidades lingüísticas al hacer uso de un determinado lenguaje histórico) es(son) el (las) instaurador(as) de los(as) mismos(as). Aquí la bibliografía filosófica se torna campo de una batalla no saldada.

Así, los efectos del lenguaje sobre la ontología, sobre lo que hay, no es materia de mayores disputas. Lo que se debate es el alcance de ese influjo.

Algunas de estas cosas le fueron recordadas en diversos medios a Beatriz Sarlo a propósito de su nota “La ‘filosofía del lenguaje’ K” publicada en La Nación (http://www.lanacion.com.ar/1456937-la-filosofia-del-lenguaje-k). En dicho artículo, la ensayista hacía dos cosas: primero analizaba críticamente (y con lucidez a mi juicio en algunos, no en todos, de los puntos allí consignados) un intercambio discursivo desarrollado durante un acto oficial entre la Presidenta y una ciudadana jujeña; luego se ocupaba de acusar a la Presidenta de sustentar su acción política en una versión radical del performativismo lingüístico. Es a propósito de esa segunda parte del texto que algunos comentaristas cuestionaron a Sarlo por haber olvidado enseñanzas elementales de Austin y otros (http://tiempo.infonews.com/2012/04/01/editorial-71880-la-filosofia-del-lenguaje-k.php ). Es verdad que la autora le cuestiona a la Presidenta el hecho de creer justamente en la obviedad que nos fuera advertida por dicho autor: que el lenguaje tiene “el poder de producir los acontecimientos”. Pero no es factible atribuirle a la respetada académica semejante ignorancia. Seguramente, además, alguna vez habrá jugado al truco, y con eso basta para vivir en el cuerpo la lección austiniana. En realidad la acusación de Sarlo es más esperpéntica: le atribuye a la Presidenta pensamiento mágico (“lo que se nombra, automáticamente, pasa a existir: abracadabra”, “según la filosofía del lenguaje K, la lengua es mágica”). Es allí donde yo me quiero detener.

Hace más de setenta años el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein cuestionó fuertemente el abordaje de ciertas culturas realizado por el antropólogo escocés James Frazer en su clásico La rama dorada. El cuestionamiento de Wittgenstein era que dar cuenta de ciertas prácticas ajenas no requiere describir a quienes las desarrollan como adherentes a determinadas creencias. La atribución de pensamiento mágico justamente lo que hace es explicar ciertas conductas presentando al agente de las mismas como teniendo creencias alejadas del sentido común o de las mejores teorías científicas disponibles. Sin embargo no hacemos eso con nosotros mismos. No nos atribuimos creencias telepáticas a la hora de besar la foto del amado, ni creencias animistas al patear el suelo cuando nos enojamos. Simplemente hacemos esas cosas, sin creencias estrambóticas que las sustenten. El mal antropólogo, pensaba Wittgenstein, es aquel que atribuye creencias mágicas sin mayor evidencia que la de presenciar prácticas sociales muy diferentes de las nuestras, aunque igual de extrañas.

La lección que podemos extraer de aquellas observaciones wittgensteinianas es que detrás de buena parte de las atribuciones de pensamiento mágico suele haber ignorancia o, en el peor de los casos, mala fe. Hay ignorancia cuando el que atribuye no toma conciencia de que no hace lo propio consigo mismo. Hay mala fe cuando, consciente, sostiene la asimetría en la explicación de la conducta propia y de la extranjera.

¿Cuál es la conducta presidencial explicada por Sarlo a través de la hipótesis del pensamiento mágico? Básicamente que la Presidenta habla de lo que ella quiere, o, para ser más específicos, que no habla de lo que no quiere. Sarlo ensaya una explicación primera en términos tácticos: “los acontecimientos que se consideran desfavorables y sobre los que no se tiene preparada una argumentación merecen el silencio”. Y luego se despacha con la conjetura mágica: “lo que no se nombra no existe”. La explicación inicial es una interpretación no caritativa. El mismo fenómeno podría ser descripto (para ser criticado, si se quiere) en términos de disputa por la hegemonía de la agenda mediática, discursiva, simbólica. El texto ofrece los elementos para dar ese giro cuando dice: “la Presidenta tiene dos estrategias discursivas: el silencio y el monopolio”. Pero el artículo se concentra en el tema del silencio -y lo reconduce al tema de la magia- sin explayarse sobre el otro término del par mentado. Una manera de poner en relación ambos conceptos para explicar la conducta presidencial podría ser esta: se calla la palabra de los monopolios, se habla de otra cosa, no de la agenda impuesta. Sarlo no es caritativa, no discute esa estrategia (podría hacerlo) sino que explica el silencio deslindándolo del monopolio: se calla lo que no conviene o no se sabe. Una ventaja de la explicación elegida (la que deshecha la apelación al monopolio) es que adoptar la otra explicación (la que podría ofrecerse aludiendo a tácticas en la pugna por la hegemonía) obliga a ponerle el sayo a todos los actores políticos: no tener una estrategia mínima acerca de qué temas deben ser el eje de los debates en el foro público es suicida y perjudicial para aquellos a quienes uno pretende representar. Pero no, Sarlo no elige esa línea, la calla; impone su propia agenda: la de asignarle al otro en cuestión ya sea falta de valentía ya sea ignorancia. Ella también juega el juego hegemónico, y lo juega con destreza, entre otros modos, callando lo que no se ajusta a la agenda que le parece justo imponer. Por ejemplo, callando que la Presidenta hace lo mismo que ella, como todos. Por ejemplo aludiendo a que la Presidenta calla el tema inflacionario pero callando que la Presidenta en su último discurso frente a la Asamblea Legislativa mentó sin dar mayores excusas uno de los principales “acontecimientos desfavorables” no resueltos por el modelo: el empleo en negro. Sarlo lo calla porque su agenda es otra. No sería caritativo explicar el silencio de Sarlo aludiendo a que no sabe cómo enfrentar discursivamente esos acontecimientos. Lo razonable es explicarlo en función de su propia estrategia en la lucha hegemónica.

Ahora bien, Sarlo da un paso ulterior en la explicación de los silencios y le atribuye creencias mágicas a los kirchneristas: “La palabra ‘inflación’ hace subir los precios”. El comportamiento conducente a no seguir una línea discursiva impuesta, propio de todo agente político que merezca ser considerado autónomo, es reducido pues (a la hora de ser considerado cuando lo ejerce el adversario) no sólo a efecto de la cobardía o de la ignorancia, sino también a fruto de una trasnochada “filosofía del lenguaje” (así, entre comillas) atravesada por la idea de asignarle a las palabras el poder de los encantamientos y los hechizos.  Sarlo parece así cometer el desliz que Wittgenstein le criticaba a Frazer: asignar creencias bizarras frente a conductas análogas a las propias para las cuales no se adopta la autoatribución de bizarría. Ignorancia o mala fe era el diagnóstico que el legado wittgensteiniano nos dejaba a la hora de evaluar a quien cometiese esa imprudencia explicativa. No cabe, una vez más, asignarle tal tipo de ignorancia a una ensayista de fuste como Beatriz Sarlo.

Hay quien podría protestar señalando que el recurso a la magia es una humorada, un guiño a los lectores que a esta altura ya esperan ese tipo de intervenciones denigratorias. Seguramente sea así. Pero entonces la distancia con las canciones de Carlos Barragán en el –según dichos de ella- “descerebrado y estúpido” programa 678 es nula. Sospecho que la comprobación de esa nulidad es lo que más perturbaría el circunspecto sueño de la profesora.

3 comentarios

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3 Respuestas a “La ‘magia’ de Beatriz Sarlo

  1. Tort

    Los comentarios de Sarlo son un lujo siempre. Resulta infantil seguir cuestionándola cuando – precisamente por su actitud opositora – es la comentarista más lúcida con la que podemos contar para conocer cómo somos los que ella gentilmente critica. La refutación que aquí intenta Penelas, aunque mucho más elaborada que la de Tiempo, es una pérdida de tiempo: Sarlo conoce obviament a Austin, y justo porque lo conoce es que puede presentar esta certera hipótesis del poder (del lenguaje) en el justicialismo.

    El nudo del artículo de Sarlo es esta imbricación entre el poder y el lenguaje. Traer a colación la crítica de Wittgenstein a Frazer, como aquí se resume, para refutar la calificación que Sarlo hace de esta imbricación como ‘mágica’ es para mí un tecnicismo mal aplicado, ya que lo que Sarlo llama ‘magia’ es precisamente eso misterioso implicado en la performatividad: «El lenguaje produce la realidad, que puede ser narrada, descripta, aludida, metaforizada. Es decir que no se trata sólo de «relato», como se insiste habitualmente. Hay algo anterior a cualquier relato, una fuerza que funda o destituye la realidad.»

    Por último, me llama mucho la atención que Penelas haya pasado por alto que a lo que Sarlo presta más importancia en su artículo no es al silencio sino al monopolio del uso del lenguaje. De los cuatro párrafos en los que desarrolla su hipótesis, el primero está dedicado al silencio y los tres restantes al monopolio de la enunciación que ejerce Cristina, modo al que Sarlo llama con irritante pero acertada precisión ‘unicato’.

    Es obvio que si Penelas hubiese podido ver el nudo de la crítica de Sarlo pudiera haber apreciado en su justo valor la hipótesis de la característica mágica del lenguaje como un importante aporte a la investigación de lo que la figura de un lider representa para un proyecto nacional, popular y democrático.

  2. hernan

    Te hago una pregunta Penelas, es lo mismo Fernandez que Sarlo? yo creo que no (infinitas razones), mejor resumirlo. Sarlo es una intelectual crítica, y la otra es LA PRESIDENTA, no entiendo por qué las comparás como lo hacés, lo cual también estaría dejando en falta a nada más y nada menos que la Jefa de Estado, la que tiene que ocuparse del bienestar de todos. Sarlo puede o no criticar la inflación, pero la que tiene que ocuparse de eso es C.Fernandez.
    Los intelectuales están en la escena pública, o intentan estarlo, para criticar lo que consideran criticable, no gobiernan, no son funcionarios que reciben dinero estatal con la honesta responsabilidad de dirigir el país.
    Criticás a Sarlo hablando también mal de Cristina, no entiendo.
    Twitter de Caparrós: Para cambiar el procurador tardaron media hora; para el secretario de DD.HH. no tienen ningún apuro, se conoce.

  3. Tort

    Queda una cuestión importante para analizar que la propia Sarlo omite – y que Penelas por supuesto saltea -: me refiero a la primera parte de su artículo, donde describe la charla para ella ‘dantesca’ de Cristina con la jujeña. ¿Qué relación tiene esa charla con el posterior análisis del lenguaje K?

    Es lamentable que Sarlo se haya privado de relacionar esa pequeña ‘perfomance’ de Cristina con el carácter concientemente ‘performático’ del lenguaje K – aún cuando más no sea mediante la palabra ‘magia’. Porque ‘perfomance’ y ‘performático’ no tienen sólo en común su raiz etimológica: ambas palabras aluden a la necesidad de considerar tanto a la acción como al lenguaje por fuera de una habitual consideración meramente representativa.

    Cuando ayer veía-escuchaba-asistía-aplaudía el anuncio de la expropiación de YPF reflexionaba sobre la circunstancia – que no por habitual deja de ser cada vez sorprendente – de que los discursos de Cristina por cadena nacional se han convertido en actos políticos. Pero después de leer el artículo de Sarlo me doy cuenta que la palabra ‘acto político’ queda chica, porque de lo que se trata es de verdaderas perfomances. Ayer no hubo jujeña pero sí ‘cajita’: la misteriosa cajita que fue presentada dos veces antes de ser abierta y de la que salió un tubito negro al que media Argentina habrá mirado como una reliquia porque contenía el primer petroleo argentino.

    El acting de la ‘cajita’ duró varios minutos. Cristina contó deliciosamente cómo se la habían regalado, relató su pérdida y su repentina aparición en la bibloteca; luego colocó el tubito en el atril pero después lo retiró teatralmente porque sabía que todos temblábamos de que se cayera. ¿Todo eso ocurrió dentro de un discurso presidencial, o el discurso presidencial sólo daba el marco para hacer aparecer el impoluto tubito negro? ¿La palabra creaba realidad, o la realidad se desdibujaba para dar paso a la ficción?

    Quien se plantee estas preguntas habrá llegado a la conclusión de que todos los Durán Barba del planeta deberían tomar clases con nuestra Presidenta aunque, por supuesto, si lo hicieran deberían admitir que la política no es del orden del espectáculo sino de la perfomance, lo que son dos cosas completamente distintas.

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